Imagen: Sally Gall |
Presiento el dedo que a milímetros de distancia recorre con mucha parsimonia el largo de mi pierna. Se entretiene en el relieve de la rodilla, lo contornea y asciende por el muslo, el escaso vello responde electrizado a ese ligero masaje. Soy consciente de la humedad de las sábanas bajo mi espalda pero no puedo moverme, no quiero. Se demora en las ingles, sube, baja, contengo la respiración, intuyo que se acerca al centro pero huye, lo salta y remonta hasta el ombligo sin pausa deslizándose hasta las caderas que se elevan sin control bajo esos dedos que no las tocan, se alejan hasta tentar imperceptibles el pezón oscuro y erguido, ansioso de la caricia, no llega, los presiente, están ahí, cerca, pero no alcanzan. El ardor se trenza como una cuerda en mis nervios, estoy a punto de saltar, de suplicar que toque ya, no aguanto más, me estoy deshaciendo en oleadas de deseo. Quiero, necesito con furia dejarme ir…
—¡Por favor, por favor… termina ya!
—No, querida, esto es lo mejor de todo… La espera…
—¡Por favor…!
—¡No! Yo también te supliqué, y no tuviste compasión…
—Pero… no es lo mismo…
—A partir de ahora siempre será así, siempre…
—¡No! Esto es un castigo insufrible…
—¡Quizás…! Pero… querida, esto es lo que se obtiene cuando se conjuran gigolós en el mundo de los espíritus. ¡Hasta mañana!